Raval Road - Al fin la calle


RAVAL ROAD 

No todos los caminos conducen a Roma, sino a la Plaza de Sant Oleguer, al menos para aquellos que se pierden en Barcelona al intentar huir de algo. Llevaba tanto tiempo queriendo abandonarme a la suerte, así que inspiré lentamente y profundamente hasta llenar mis pulmones con el frío blanquecino del aire nocturno. Con una profunda inhalación, obligué a mis sentidos a rebelarse. No tardé mucho en cruzar grandes distancias. Otro ritmo: fotográfico, lírico, imperfecto. Un vórtice espacio-temporal.

Me apetecía suspender el tiempo, quedarme sereno y contemplativo, pero muchas cosas me suscitaron curiosidad al emitir señales. Ensimismado en el panorama, no me importó que todo avanzara hasta lo incomprensible.

Al agotar los días de hotel, me desconecté de las amarras. Por todas partes me paseé, deambulando vestido de negro, grave, exaltado, tranquilo, absorto. Tenía la cara alargada y roja por el desgaste que expresaba la intemperie. Mi capacidad de inventiva y todo mi esfuerzo radicaban, esta vez, en venerar la dimensión de las calles, sus inarmonías, sus cortes, sus traslados intempestivos al sitio que no se sabe dónde ni por qué. La sustancia que me impulsa o más bien el sustento o base de la continuidad conexiona con mi envase desde la mochila. Aquel día estaba exhausto, necesitaba sentarme para confesar aquel trastorno, anacrónico y enredado. Después de dar tantas vueltas, me interné en el Raval cuando la contención se rompió.

El Raval es un fragmento desplegable, un corte incisivo. Los días transcurren sin notarse entre un descontrol irreconciliable. Se hace tan cerca de la superficialidad más absoluta y tan anárquico. Desde mi resaca involuntaria noto los ojos enrojecidos de tantos seres que esperan entrar desde la fila a la plaza. Algunos son reincidentes, otros apenas están llegando. La velocidad de las aceras no es contrarrestada por los Mossos d’Escuadra, y cuando, por una casualidad inaudita, lo veo, me sorprendo: es Roí. Una imagen surgida de la nada cobra forma, exudaba al borde, pero mantiene la calma.

Después de tantos años organizando vernos aquí o allá, en algún país de Europa o en alguna ciudad de los Estados Unidos, estábamos allí, sin más ni más. Hablamos como si de otro encuentro cotidiano se tratase.

Por un instante traté en vano de explicar ese efecto por el que la coincidencia existe, pero los tiempos remotos se volcaron estableciendo nuestra ironía una vez más. Las casualidades no existen.

"La plaza se abre" y muestra sus costuras con cada silla cuando Roí hace la presentación ante todos. Busco el centro, me adentro en un terreno particular y las agujas del tiempo desaparecen para que me apropie del efecto que prefiera.

Silla número siete: el metal generoso fluye de unas manos experimentadas en cegar vidas. El honor es fundamental, el cínico debe extinguirse con cinismos, los agujeros serán generados con una ira desproporcionada.

Silla número tres: la quietud y la calma provienen de un comprimido, la reflexión profunda observa desde su espacio hasta que la sangre repita las vueltas necesarias para ser depurada.

Silla número cinco: parece que duerme, espera que el tiempo pase sin conflicto. En público no le importa el público. El impacto es más fuerte, le imposibilita el movimiento, abrir los ojos, avisar de su suerte si el calor corporal aumenta.

Silla número ocho: han llegado para invadir los placeres en la madrugada para obtener dinero y un baño de alcohol generoso fluye entre todos con un desparpajo inaudito subvirtiendo la calma aparente de los que cuidadosamente se habían restablecido en sus puntos.

Silla número seis: inmutable, sobrio, un anciano señala con disgusto a un músico callejero, a una prostituta, a uno de los tantos extranjeros con objeciones racistas. Reparte ofensas ante la desatención de todos que, acostumbrados a su genio, pasan.

Silla número dos: alguien intenta trabajar en una idea, sorbe y absorbe definiendo algunas miradas. Busca en las sillas el camino que se extiende a través del laberinto para encontrar la última puerta, vuelve a rotar su atención hacia un ángulo adverso. Una chica observa a cámara lenta, sueña urgentemente un mundo para disolverse. El presente le ha confesado inexistencia. Junto a su magia silente, azul, sube a otro universo para hacer cálculos algorítmicos, para buscar profundidades al otro lado del tiempo extendiendo un punto sobre una geografía ilimitada que nadie conoce.

Es ella quien cambia la exaltación colectiva, el placer de hundirse. Es la noche del satélite en fragmentos, es su noche, estipula que para ver la nubosidad debe ser nula. Espera con suma atención el anuncio. Está llena de ilusión y espectáculo bajo el cielo.

Hay ángulos, cuadrados, cortes abruptos y continuos entre la perpendicularidad de las sillas. En todo se difiere un mundo que se quiebra y se conecta. La plaza contempla un conflicto, aparecer, desaparecer, soñar con otro encuentro porque la regla es la coincidencia, pero la calle es un laberinto.

De repente salgo de mi ensimismamiento cuando una voz me interrumpe. Roí entorna los ojos, ya es de noche y hace un buen rato que todos han caído en un profundo silencio, sin voz, sin aliento.
Con total naturalidad hablamos sobre los últimos acontecimientos y decidimos seguir caminando porque la hora se acerca. El sonido de su flauta debe dominar la noche de la Rambla como lo hizo en Lausana y en Roma. Al salir del umbral, el grupo crece en número porque se unen más personas a lo largo del camino. El grupo está compuesto por húngaros, rusos, franceses, polacos, italianos, angoleños y catalanes. A muchos de ellos los reconozco por haberlos visto en la plaza, mientras que otros aparecen sorpresivamente. Se forma un círculo, una danza, una locura incontrolable frente al Teatre del Liceu.
El vino fluye como si fuera un salvavidas, muchos cuerpos se mueven entre carcajadas, tropezando unos con otros, es una hipnosis, un estado de alerta. Hablamos, sonreímos, gritamos. La madrugada llega y con ella el frío. Una polaca me pide mi abrigo para cubrirse las piernas, pero luego se niega a devolvérmelo cuando el frío arrecia y gruñe, aunque al levantarse cambia su actitud y se despide dándome dos besos muy cerca de la comisura de los labios. Un ruso arropa con sus mantas a otra mujer que llora desesperadamente. Busco un lugar para descansar mientras hablo con una prostituta que me pide un cigarro. Trato de ralentizar la velocidad de los acontecimientos para fijar una idea y evitar que la diversión se convierta en riesgo, pero la velocidad de los hechos no lo permite.

Veo a Roí apoyado contra una pared preparando un porro, desentendiéndose de todo. Ya lo había matado en un relato. Cuando escribía, nunca pensé que el viaje y la calle pudieran durar tanto tiempo. Diecinueve años después, aún me reclama, aunque sonrío al explicarle el contexto del hecho, parece que no le hace gracia. De repente siento curiosidad por su presencia en Barcelona. Me informa que huyó de Francia cuando confirmó que todo estaba terminado con Kathrina. Yo le explico que compré el whisky en Alicante y que el viaje hasta Barcelona fue tranquilo, aunque algo lleno.
El tiempo se me pasa rápidamente mientras observo la actitud descontrolada de una australiana que parece estar drogada. Regreso a mi destino original y, aunque no tengo un plan, estoy convencido. Le comento también sobre cómo me siento al liberarme de esa reserva irritante, de ese encierro tenso, segundo cielo, segundo ciclo, ese impulso anterior había sido un desafío.

Recordaba vagamente el hotel, la misión de entregar un trabajo y restablecer puntos de referencia antes de empezar a caminar; los pies rotos, llenos de sangre, la fricción de los dedos aumentaba el dolor en cada paso, una fractura estaba resintiéndose. Me confirmé a mí mismo haber hecho trizas la lógica social con la que había asistido a la ciudad para quedar al descubierto.

Vimos a los transeúntes en su diversidad, a la deriva. Roí tocó todo cuanto quiso hasta que apartó sus manos de la flauta y atisbó cautelosamente lo ganado. Contemplé los interiores del teatro cuando encendieron las luces. Muchos ya habían desaparecido, el frío y la lluvia habían estallado al amanecer. Nuestro primer objetivo de las mañanas consistía en establecer el pulso asistiendo a la tienda. Mi insensatez quería ir a más. Roí permanecía sensatamente callado, sus alas proverbiales conocían aquellos mecanismos.

Cuando el momento lo permitió, me contó cómo había ido con Sania, me habló del extraño ataque sufrido por Leo y de los Reyes. Nuestro pasado se remontaba a las décadas del vecindario, a unos continuos y cada vez más lejanos exilios, un irse inagotable que nunca cesó. La música y la literatura habían sido un punto de inflexión entre ambos. Cuando escribí aquel relato, me planteé tantos escenarios que hoy están cubiertos. Lo que fue una idea, hoy es una realidad que se fue diversificando… Habían pasado tantos años, habían muerto tantos familiares y amigos. Nos negamos a analizar demasiado a fondo esos pensamientos. Arturo Bianco, como solía llamar a Roí en "El perfil de la tentación", no se suicidó.

El tiempo no pasa para los caminantes de oficio, hay una suspensión momentánea que se rompe, no importa las circunstancias ni la edad. La ilusión renueva, las fuerzas y la impresión abaten al miedo, siempre se vuelve a la inercia que flota desde el primer gran desplazamiento.

La inquietud no ha mermado. Roí seguirá viajando bajo la virtud del artesano que origina proporciones. Él, quien roturó el cuero, reformador de piedras, menhires, cantos rodados, losas y plantas. Reformador del sonido en el aire. Un atesoramiento constante precedido por ese ir y venir, la puerta de la fe mística cuyo tránsito es la matriz de donde todo ha salido.

Tras la tercera semana, aquello ya se había convertido en un ritual. Veinte, treinta personas que pasaban de la exaltación a la armonía. Hablo, tatareo. Cuando se emiten palabras (así se concibe: alguien puede perder la cabeza).

El hombre que grita (los otros que ignoran) luego hace las compras para incrementar la elevación y retomar los nexos atemporales. La última vez que deliberé sobre la vuelta, comenzó una saga de cambios mentales. Ese placer de hundirse en la deriva más absoluta superaba todos los niveles de mi adrenalina. El Raval, en sí mismo, como una dirección para los extraviados, había abierto sus puertas para mí.

A través del tren, hice una apología de los paraísos perdidos. Me brotó de inmediato en el cuerpo aquella sed de distancia. Había vuelto el instinto con una sacudida violenta.

Cuando despiertes de la fantasía, cruzarás las horas fugaces que dan a la realidad. La Nou Rambla ha recogido a todos sus hijos perdidos, juntándolos en la plaza. Desde el puerto, a través de la Av. Drassanes, desde la Rambla del Raval, desde la Av. del Para-lel y sus adyacencias. Ángulos perfectos y direccionales para ocupar Sant Oleguer como un paisaje dentro del paisaje.

Han quitado la puerta precintada para que se unan, les han permitido exponer en público. Inmovilízate ante la adorable criatura que habita en tu mente, saldrá indefectiblemente con una asignación. Hay un lugar reservado que te dejará frente a frente ante el abismo. Mientras tomas lo que te apetece, deberás encontrar un sentido de forma única y absoluta.






AL FIN LA CALLE

Botes de cerveza, botellas de whisky, cajas de vino, de cigarrillos, jeringuillas, condones. En Montjuic solo quedan los vestigios de lo que fue un encuentro descontrolado (y comienza la quietud). Pienso malhumorado buscando no sé qué, reflexionando en que quizá hubiera sido mejor pensar más antes de estar en aquellas calles, pero el énfasis de mi reflexión disminuye.

Los amantes que van y vienen bajo las ramas del parque dejan rastros evidentes del mal estado de salud. Camino hasta el Raval, del Raval al Borne, del Borne al Raval. Son las cuatro, las cinco, casi es de mañana... el tiempo pasa a cámara lenta. Ni el menor indicio de movilidad. Todo se conserva estático en la oscuridad. El gran silencio desciende si no tienes una ruta y surge una mezcla de temor... un sorbo del peor vino existente.

Observo los árboles urbanos, sombríos, espectrales, la ruptura del silencio por un africano que corre y grita mientras dos Mossos d'Esquadra lo siguen. «No ayuda, la policía no ayuda», repite exaltado ante una evidente comezón producto de un chute de heroína.

II

«Todo quedará atrás», me dije, que todo quedaría atrás, mil veces lo repetí para olvidar la zona de confort y empezar en lo que fuese, y aparecí en la carrer de Sant Oleguer, en el punto rojo, en la Rambla, en el puerto, en la Plaza Real, en el día y la noche que me ofrecen un camino.

Hacia la medianoche acompaño a Roí a la Rambla y me quedo con la estatua de Neptuno, mientras toca la flauta brota el vino. A veces, de repente, estalla una tormenta: un auténtico aguacero. Parece amenazadoramente próximo y siniestro, pero no es más que una falsa alarma. Es octubre, el tiempo pasa más rápido de lo que se siente.

De repente, vuelvo a pensar en la chica húngara del sombrero, que aparecía con intermitencia, pero esta vez no aparece. Meses atrás se había presentado hablando de la entrada de un satélite en fragmentos a la tierra, de un castillo en Transilvania y unos lobos, porque ella es de Transilvania, imagino que es de Transilvania cuando en realidad es de Budapest. Aquel día era el final y era el comienzo. Estaba exhausto, sentado en un banco, decaído, asumiendo mi nueva realidad cuando se acercó para hablar con un grupo de personas. Otros días coincidimos y bebimos cerveza, vino, hablamos sobre sus aventuras y mis aventuras, pero el presente tenía que volver y mostrarme lo amargo cuando se vencía la suerte.

Fui a comer al centro evangélico de la Carrer d'En Robador. La fila de los sin techo convivía con las prostitutas y los yonquis. A esas horas, el alcohol ya había surtido efecto, así que la mezcla de religión y lujuria no desordenaba lo que quedaba de mi estabilidad mental. Las horas más difíciles eran las horas muertas, aquellas en las que todos desaparecían para buscar un refugio nocturno. Yo no me ponía de acuerdo entre uno u otro rincón. Los primeros días eran de comprobación, por lo tanto no dormía, y de tanto caminar, los dedos de mis pies sangraban, adoloridos, los calcetines adhiriéndose a las hirientes roturas de la piel.

III

Roí quería ir solo hasta la Rambla para tocar su música, pero no le hice caso e invité a Cornel y al resto del grupo. Un par de días conociendo a Cornel y no intuí su violencia: una algarabía, un tiempo a cámara rápida, un grupo que ya no está. Un Cornel que, al perderse, pasa a regresar por alguna cosa que extravió cuando nos acomodábamos a las puertas del Teatro del Liceu. Me señala con saña, pregunta algo, está a punto de ensañarse a golpes. Una prostituta gimoteando nos pide liberar su espacio. La policía se pone alerta. No sé qué continúa, qué pasó, la fiesta deja secuelas. Hay fragmentos borrados y sustituidos.
Otro ser, raro y desconocido, llama "negro de mierda" a un angoleño, "sudaca" a un peruano y se marcha a prostituirse por unas monedas. Porque lo había visto la otra noche en la calle de los que se prostituyen.

IV

Josip Vukčević me alquila una litera por ocho euros. Pago para salir de la calle, pero entro al infierno. Josip solo enciende la luz para que llegue a la cama; al acostarme, la apaga. No hay ventanas, separado por un tablón se forma otra habitación y más allá otros tablones para otras habitaciones. Hay un diálogo en árabe, en italiano. Hay olor a humo de hachís, de cigarrillos, hay olor a óxido. Se escuchan ronquidos, el maullido de un gato. Las pisadas de las ratas entre decenas de bolsas plásticas llenas de comida basura. Las amenazas de Josip al decir que hay que levantarse temprano no tardan en unirse al encadenamiento de bajezas. Lo repite sin cesar, no para, se pone como ejemplo al revelar su edad por un par de malditas horas. Logro dormirme ante la mirada atenta de otro gato que, desde cierta altura, no me quita el ojo de encima.

Al llegar la mañana, respiro con dificultad; aun así, siento que he descansado. Iré a la tienda donde mi café vestido de vinotinto me espera para reponer fuerzas. Pero para conseguirlo, hay que hacer fila y luego tragar de un tirón todo lo que se pueda.

V

Allí está Cornel, quien sigue preguntando por lo perdido. Ahora añade que es del Norte y que todos los que no son del Norte deben irse, regresar a sus países, haciendo una firme alusión a mí. La mayoría sabe que el Rivotril, la cerveza, el vino y el diazepam no son una buena mezcla, por lo que pasan de largo.

Las banderas con franjas amarillas y rojas, suspendidas al viento, tremolan y gualdrapean a lo largo de la Paralel. Las telas se mueven apaciblemente, los cánticos se entonan y se desviven. Muchos me narran la historia, la viven, la comparten, la niegan, la contradicen, la exaltan. Pocos podrían creer la sabiduría de los desplazados.

Otros buscan propinas estirando la palma de sus manos y el sombrero después de un acto de malabarismo. Me abstraigo de todo lo que pasa, calculando en silencio los talentos desperdiciados en el vicio.

Considero la dispersión geográfica, su historia y las circunstancias de los lugares donde estos episodios de la vida ocurren.

El nerviosismo, la duda, el dolor están implícitos en la incertidumbre, y yo estoy inmerso en ella. Es como estar lanzando una botella al mar. Esto me induce a pensar en lo perspicaz, aunque también sé que me toparé con los irritados por la continua "invasión" de sus territorios, por complejos, por odio de enterradores, espontáneos dolidos por su propio resentimiento.

Voy a la masa, a las plazas, a las avenidas y a las calles, al frente de batalla, para ver a los impasibles ante los gravísimos problemas con los que la gente se debatía a brazo partido con la cuádruple crisis social, demográfica, económica y política de los países del otro lado. Es el cuento de duros conquistadores e implacables imperialistas que se cuenta en la prensa, en las tiendas y en los hogares, lo que se oye en la radio y en la televisión, y se lee en los periódicos. Escucho y miro sin parar, encontrando una rara intelectualidad al lado de la miseria, en una postura de mi parte que no tenía ni pie ni cabeza.

VI

Élie y sus dos perros van y vienen. Se inyecta heroína en la plaza con su amigo Niccola. Es su rutina antes de su exhibición con las mazas en la calle. Mirna dice ser italiana, pero todos saben que es croata. Dibuja animales muertos para concienciar sobre el abuso animal. Yo empezaré muy pronto a vender mis relatos hechos con cubiertas de cartón sacados de los sucios contenedores para material reciclable... Antes debía encontrar dónde ducharme, en Arriel me lo prohíben, dicen que dan prioridad a los ancianos y a los discapacitados.

Arriel es un centro de servicios sociales donde ya no dan abasto. Me he movido de centro en centro. Reacciono tarde ante los mensajes.

Yon, el hijo del empresario vasco, viste de cuero, con cabello y barba poblados. Mueve su carrito con apariencia espectral. Rodolfo, el señor que se operó para encontrar trabajo, antiguo travesti madrileño afincado desde hace mucho en el Raval, hijo de un famoso director de cine. Las tres hermanas rumanas con sus horarios exactos en la Carrer d'En Robador, placer por beneficio, silencio por eficacia, altas, con vestimentas ceñidas, caminan de un lado a otro al amanecer mientras muchos están cayéndose borrachos. Paco, el que asesinó a dos hombres a cuchilladas en lo que fue el barrio chino, de vez en cuando se acerca, veintiséis años en la cárcel y pocos de estar libre. Varias otras muchachas y una morena con un abrigo de tigre de algodón se cruzan, se alejan, dan vueltas alrededor de la Església de Sant Agusti, donde comemos cada mañana.

De los bares salían montones de personas interesantes. La noche me producía una honda impresión: un anciano de pelo claro en patines con un modelo de chica, una mujer con pantalones varoniles y escarcha en los ojos, uñas pintadas con emoticonos.

Bebí, fumé, dejé de ver por un rato y me concentré en descifrar la hora.

Intenté dormir cerca de un grupo que desconozco. Antes pedí permiso y un hombre sacó la cabeza de su saco de dormir para afirmar con su cabeza. Cuando parecía conciliar el sueño, escuché un correteo por la calle, pero el cansancio fue más fuerte que mi atención.

VII

Los camiones limpian la calle con la presión del agua. Abro los ojos estrictamente cada media hora para ver el reflejo a través del vidrio. Entre el sueño y la exaltación pasa la vida de la oscuridad. Puntualmente llegará la policía a despertarnos a los chicos que recogen las jeringas. Hay que aprovechar los pocos instantes mientras el frío forme adherencias permanentes. Una chica ve mi sufrimiento y me invita a entrar en su recinto hecho de cartones y mantas, me salva de la congelación, me cubre el pecho y la espalda, se despliega encendiendo algo que al fumarlo nos relaja. Toma metadona para cumplir con su tratamiento. De la tragedia pasamos a la complicidad, reímos, levitamos, la temperatura se mantiene. Veo una lámpara que no existe, le pido a los turistas mantener su radio de acción en una circunferencia que los aleje de mí.

Con el piso y la chica de las agujas, con la hora cayéndose encima, nos dormimos. Siento el calor de su cuerpo, respira con dificultad, sin embargo parece estar a gusto. Ya no queda tiempo para pensar cuando amanece y justo en ese momento lucho por despertarla, pero no despierta, me levanto y regreso a la plaza de Sant Oleguer.

Gabriel está allí, veintinueve años, siete desde que llegó como turista, siete desde que intenta irse y regresar a Madrid. Sentado justo al doblar la esquina, saluda con educación a los transeúntes que van hacia la tienda. A veces, echa a correr ante las amenazas porque tiene deudas pendientes, le persiguen, él se distancia, pero vuelve para hundirse entre las monedas y el vino. Una vez que finalice, empezará a fluir y lo cambiará todo.

Gabriel conoce cada recoveco del barrio, hurga, se enamora una y otra vez, ronda, pasadas las horas grita.

Así que vuelvo de la esquina al centro. Kiko, Rafa y Mohamed llegan apenas clarea, con el perro de Rafa hay que levantar el vino y la cerveza. Suele tumbarlas para beber del piso. Los enfermos de mono asisten después de perder la sintonía con el soplo de la noche. La frecuencia silenciosa se repite día a día. Brotan órganos sexuales, canjes, dos horas son suficientes para producir el primer enfrentamiento.

Desde el tercer piso baja el convicto de turno, abajo todos preparan las cuchillas, no puede existir despiste. Saco mi provisión de vino y la ofrezco. Ya estamos todos.

Siento una herida abierta y sangrante en el estómago cuando el alcohol baja agrediendo mis cavidades. Aprieto los dientes, cierro los puños, no puedo liberarme del dolor. Observo en silencio las jerarquías calladas. Hay una tensión de muerte, el horror sin esperanza se convierte en festividad, mientras los ojos electrónicos vigilan. El Rock & Roll empieza a sonar en mi cabeza cuando los buitres tratan de poner mi moral por el suelo, pero la música opaca esa aureola de calamidad y pesimismo.

VIII

Escapo por un instante para ver a Lory. Entro en su piso y ella me invita a sentarme. Me dice que nos vigilan, que no hable muy fuerte, que descanse, pero que no hable. Conocí a Lory en Nueva York en 2002. Ya no es la misma. Está colgada del contacto de una energía. Dice que vender es un vicio, pero vende.

Estará en Barcelona unas semanas y luego regresará a Chamonix Mont Blanc. No para de contar que la guerra ocultó almas en su ático. Cuando habla de ello se activa de manera paranormal.

Aprovecho mis opciones a toda velocidad, me ducho y cambio de ropa porque escuchará un ruido y dirá que ese sonido es una trasmutación proveniente de su casa, que no me distraiga si me explica.

«¡En mi casa de Francia hay apariciones, gente que lleva traje de 1940!», exclama. «Con telas drapeadas; golpean la pared; suben, bajan escaleras. Mi amiga Fiore me ayudará para que se vayan, ella sabe de eso».

Disimuladamente asomo por la ventana y observo el cielo blanquecino que anuncia tormentas. Sorpresivamente, ella expresa a voz alta que me dejará dormir, busca unas mantas y las tira sobre el sofá del salón.

Descansé, luego anudé los hilos de cada cubierta de libro para comenzar la nueva faena, si el estómago y el mono me lo permitían.

IX

Creo que hice lo que tenía que hacer, pero algo pasó, no recuerdo el transcurrir del día; sin embargo, había muchas monedas en mi bolsillo y ningún relato.

Vino, cerveza, la elasticidad de mi destino en suerte. Me senté sin esa línea de fatalidad que nada flexibiliza; y para suplir el aburrimiento bebí más rápido y sin pausa.

Canté, incluso invité a los turistas a sentarse conmigo (con esa incandescencia voluptuosa de la dicha oportuna). Ya no tenía nada que temer, el fervor me asombra, se expande. Permanezco feliz mirando la resurrección de mi propio yo en los intervalos de alcohol.

X

Kiko será ingresado, sus latidos están aumentando a un ritmo que no puede sostener, se marea. Ha decidido que necesita un día más para ajustarse a la realidad del hospital. Los chicos de la plaza, ante su inminente partida, han preparado una despedida. Hay tripi, diazepam, rivotril, alcohol, porros… y aparece el cristal. El grupo ofrece sus presentes para que evite los espantosos síntomas de la abstinencia.

Kiko se supera en cantidad cuando consume, pensando que es un sueño destructor prolongado a través de tantas generaciones de alcohol y drogas. Piensa en la irreflexión de lo infinito… Y todo se prolonga. Uno, dos, tres días. La clarividencia de la sustancia lo saca del mal, se percibe único, vuelve a existir como lo sublime, pero está al tanto de que, si para, la trágica sensación volverá. No para, es inútil a esas alturas construir un modelo.

Olvidamos la raíz del hecho. El dispensador de la maldición lo ha sanado, extrae todos sus desfallecimientos alimentándose del veneno que decía afectar. Curado él, curamos todos (aunque sea momentáneo) y se reinicia otra fiesta que se despliega obedeciendo a una algarabía en conjunto a la que declaramos infinita.

XI

La habitación comunal está abarrotada, pero en silencio. Hay una chica con un hermoso sombrero verde (también lleva sombrero). Su estilo y pulcritud, diferente a la del resto, me hace recordar cómo mi cara se ha poblado de vellos. Sigo en busca del tiempo perdido, perdiendo el tiempo. Hay días que parecen apagados. A veces son más seguidos de lo que parecen. Entonces todo consiste en esperar horas, quizá días, para que la reunión no sea la misma. 

Ya sabes que si se repite lo mismo, alguien se habrá encargado de enemistarse con el otro. Los estados de ánimo variarán por la falta o por la sobresaturación. En los últimos meses, el síndrome de lo caído, de lo exaltado, de predecir a contracorriente. Una plaza como un parque de atracciones, como una montaña rusa que está a punto de colapsar.

Algún día inevitablemente serás culpabilizado de todo sin tener la culpa. El silencio pasa a ser un mal signo.

Rodeo la Estación de Francia, el parque de la Ciutadella. Vuelvo a la Oleguer. Kiko ha roto sus gafas contra el piso y se corta el brazo para sentirse. Gabriel grita, detalla el sexo de Diane Coslaw, originalmente llamado James. Me tumbo en el piso y otro grupo de personas aparece.

La hora del homenaje ha regresado; la atención está puesta en jugar una vez más con fuego, nadie pondrá orden. Barcelona es tan descabelladamente…

Facilito a mi mente el consumo silenciando todo vocabulario. Hacemos lo que sea preciso para prolongar el efecto y evitar el dolor. Entonces, de manera repentina e invariable, colapso abruptamente cuando el siseo de órdenes y voces se reactiva.

Me levanté repitiéndome a caminar. Me tomé una pastilla para calmar las cosas descontroladas, casi treinta minutos más tarde la respuesta experiencial era una reproducción al azar de un instinto que siempre ponía en entredicho. Me quedé fijo, congelado, mirando los destinos en unas pantallas que parecían estar colgadas en una estación de tren.

XII

Me sacudió un policía, cuando abrí los ojos me dijo que llevaban cinco minutos avisándome, advirtiéndome del cierre por el altavoz. Un ruso enorme levantó la cabeza bruscamente y empezó a estirar los brazos para mantenerse despierto. Se tambaleaba hacia el suelo.
Salí, y al sentir la atmósfera me pregunté cómo pudo haberse desplomado la temperatura tanto en tan poco tiempo.

Dormí, no sé cuánto ni dónde dormí… Cuando iba a acomodarme sonó mi teléfono. El trabajador social quiere que hablemos. Esta vez no iré a su oficina, extrañamente vendrá. Me esfuerzo en buscar el nombre de la calle en el cartel de la esquina. Le doy mi ubicación y espero. Traía una sonrisa, un gesto de amabilidad, me dice: tengo un trabajo para ti, por allá contratan a cualquiera que se presente; y me pregunté: ¿Allá es dónde?. Así que fui y lo siguiente que supe fue que estaba en una furgoneta repartiendo paquetes por la Costa Brava.

Algunos eran livianos, otros pesaban demasiado. Me daban la factura, el número, y yo corría a sacar el paquete y a entregarlo.

En todas las faenas, el conductor de la furgoneta aceleraba y desaceleraba con una intermitencia demencial.

Había veinte o treinta rutas diferentes. Nunca llegué a aprenderlas todas correctamente, pero el jefe, casi inconsciente y al volante, se las sabía de memoria.

Íbamos muy deprisa, bordeando los acantilados. Mientras más nos distanciábamos, más rápido íbamos. Una tarde, semanas después, pasó lo inevitable, nos empotramos contra un edificio a toda velocidad. Afortunadamente pudimos salir de aquel accidente sin daños. Mientras el conductor se las arreglaba con la policía, yo miraba a mi alrededor intentando buscar el camino correcto para marcharme, pero no lo encontraba.

Estaba en Calella de Palafrugell… y una mujer de mediana edad vio mi incertidumbre y me invitó a su casa para tranquilizarme. La casa no estaba muy lejos del accidente. Al entrar, dondequiera que mirara, solo se veían fotos, pero rápidamente se adelantó a decirme que vivía sola. 

Aproveché para ducharme, comimos y cuando me disponía a despedirme, me invitó a un trago, dos, tres… Hablamos de adicciones a los dulces, al café, al fetichismo, a las diferentes prácticas del fetichismo, al porno y sus prácticas, y puso porno. La conversación fue subiendo de tono. Acto seguido, se bajó los pantalones para estar más cómoda y se aproximó mirándome fijamente, así que borré todos los compromisos y me acerqué. Mi ego latía con la misma proporción que mi deseo. Con la algarabía de su respiración alterada, la besé. Rápidamente flexionó su cuerpo hasta tocar el piso con las manos y me invitó a darle rienda suelta a la imaginación. Desplazamos nuestros juegos a todas las posibilidades y luego fuimos desde el sofá hasta su habitación. Había una cama amplia, vestida con sábanas rojas impecables, una mesita de noche, un armario y una cómoda. Sobre la mesita de noche había un vibrador y varios cigarros consumidos dentro de un cenicero. Aquella noche me quedé, pero apenas amaneció, intenté marcharme… ella me pidió calma… preparó un café, luego un trago, y trago tras trago llegó el sexo. El día se extendió… y se completó la semana. Volvía a despertarme, de nuevo allí, el café antepuesto al alcohol; y el alcohol, al alcohol y al sexo. Perdí el sentido del tiempo. Un día me desperté con un apetito especial, luego todo fue a más de lo que aquellos días había sido y percibí cómo se estaba fatigando, cómo su vientre en contracción saltaba hasta relajarse.

Cuando se durmió profundamente, me vestí y salí a la calle. Caminé hasta la estación de autobuses de Port Pelegri y compré un boleto. 

Me fui alejando de la Costa Brava, del cabo de Cap Roig. Siempre estuve tan aturdido con el trabajo y con el jefe que no había detallado tan maravilloso escenario.  

Allí estaba, de vuelta a Barcelona… tenía algo de dinero ganado, lo suficiente para atestarme de vinos y cubatas por unos cuantos días.

XIII

«Busco trabajo con disponibilidad inmediata. Puedo trabajar en el área de informática, gestoría, como camarero, ayudante de cocina, y puedo cuidar personas mayores. Soy puntual y respetuoso».

«Poco tiempo después de publicar aquel anuncio, sonó el móvil».

—Tengo una empresa, ¿le interesaría trabajar para mí?

—¿Qué?

—¿Usted acepta? —me confundí, insistió—. ¿Acepta qué?

—Vendría cada semana, el primer día se desnuda y se tumba en el lugar que yo señale en la cama —Colgué… Volvió a llamar, no respondí.

En el buzón de voz había decenas de invitaciones a prácticas sadomasoquistas, tríos, hombres y mujeres que ofrecían sus casas para tener relaciones sexuales usando «poppers [5]».

Todas eran invitaciones sexuales, pero ya era tarde para empezar a prostituirme. Así que preferí seguir haciendo pequeños trabajos. Ahí estaba yo, otra vez, viviendo donde cayera la noche. Había logrado acostumbrarme y además estudiaba todas las calles de la ciudad.

Era inevitable pensar en el Raval. Esos pensamientos y esa pesadumbre (y lo que respectivamente sigue). La parte de la ciudad terrenal que se acuesta con el mal.


© Juan Carlos Vásquez

http://bit.ly/juan-carlos-vasquez 
📷 Imagen de portada generada por Juan Carlos Vásquez a través de Wonder arte ia.

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